No a la Ley Sinde

viernes, 4 de noviembre de 2011

ETSI DEUS NON DARETUR




"Es conveniente tentar a los dioses, cuanto más a menudo
mejor, y no dejarlos en paz ni un momento. Duermen demasiado
y dejan al ser humano solo en la balsa de sus hermanos moribundos."
 
ELIAS CANETTI, La provincia del hombre




Tengo la extraña teoría -no por ello incierta- de que a través de Jorge Luis Borges se puede acceder a casi todos los saberes profesados por el hombre; por supuesto, la religión no es una excepción a esta regla. Recuerdo muy a menudo su definición de fe católica: "conjunto de imaginaciones hebreas supeditadas a Platón y a Aristóteles". Creo no haber leído nunca una mejor, ni tan siquiera la escrita por San Pablo, aquella que recogerá tiempo después Dante Alighieri en su Divina Comedia.

Nunca he entendido cómo a pesar de que se puede detectar a la perfección la simiente de una idea religiosa siempre hay quien insiste en seguir creyendo en ella con la ciega pasión de la fe, sobre todo, cuando su origen apunta a una indudable autoría humana. Es muy posible que los religiosos más avezados apunten aquí que las ideas son las que son por mandato divino, es decir, que Platón sirvió a la Providencia por medio de San Agustín; y Aristóteles lo hizo por medio de Santo Tomás de Aquino. Afirmar esto último equivale a justificar los crímenes cometidos por la Iglesia en nombre de Dios, puesto que no fue en absoluto fácil dar cada uno de los pasos que se dieron, pero ¿en qué consisten esas creencias? ¿En qué creen los que creen? Es muy difícil responder a la pregunta, sin embargo hay quien ha sintetizado el asunto.

Según Bertrand Russell todo cristiano debe creer al menos en tres cuestiones: 1. Debe creer en Dios; 2. Debe creer en la inmortalidad de las almas; y 3. Debe estar convencido de que Cristo es el mejor de los hombres o, al menos, el más sabio de cuantos hayan existido. Partamos de estas tres afirmaciones.

DIOS
 
Siempre me ha impactado aquella declaración que aparecía en Los Hermanos Karamazov de Dostoievski donde se afirmaba que sin Dios "todo está permitido", sobre todo teniendo en cuenta que es la aparición de Dios la que hace posible cualquier otro suceso en el plano de la realidad por irreal que éste sea: los milagros son el mejor exponente de ello. El filósofo David Hume es tajante en este sentido y describe magistralmente el proceso que guía a los milagreros y a los creyentes en general a partir de emociones de asombro y sorpresa: "Un beato puede ser un entusiasta e imaginar que ve lo que de hecho no tiene realidad. Puede saber que su narración es falsa, y, sin embargo, perseverar en ella con las mejores intenciones del mundo para promover tan sagrada causa, o incluso cuando no caiga en esta ilusión, la vanidad, movida por una tentación tan fuerte, opera sobre él con mayor fuerza que sobre el resto de la humanidad en cualquier circunstancia, y su interés propio con la misma fuerza. Sus oyentes pueden no tener suficiente juicio para criticar su testimonio. Por principio renuncian a la capacidad que pudieran tener en estos temas sublimes y misteriosos. O incluso si estuvieran muy dispuestos a emplearla, la pasión y una imaginación calenturienta impiden la regularidad de sus operaciones. Su credibilidad aumenta su osadía. Y su osadía se impone a su credulidad."

Por otro lado, y volviendo a Dostoievski, es cierto que en el fragmento citado no hacía sino reafirmar el carácter ético -o moral si se prefiere- de las religiones; pero ni tan siquiera desde el punto de vista ético se puede uno agarrar a un asidero consistente ante la idea de Dios porque hasta donde sé la Biblia sufre de contradicciones continuas. Pongámonos en el lugar de los que creen: el problema no está en que Dios "dejara" un libro explicitando sus deseos; el problema reside en que nunca ha hablado ni dado muestras de vida y, por tanto, sus deseos -si es que los tiene- pueden ser siempre interpretados a voluntad del lector o del creyente. De ahí que toda teología no sea más que pura metafísica del ruido. Y es que como afirmó el poeta Shelley "Dios es una hipótesis y, como tal, requiere prueba". Hecho en el que los creyentes nunca insisten; eso sí, parece que cada religioso posee una hipótesis propia de la idea de Dios lo que imposibilita una definición homogénea y, dicho sea de paso, un abordamiento científico y racionalista de la cuestión. En otras palabras, el objeto de estudio de las religiones no puede ser percibido a través de los sentidos: lo que ha dado definiciones muy diversas de aquello que muchos llaman Dios. Al final, todo se reduce a aquellas famosas palabras de Mauthner: "Las palabras son dioses; pues los dioses no son más que palabras", y como tales, pueden darse tantas interpretaciones de lo sobrenatural como relaciones sintagmáticas se puedan formar. Es aquí donde muchos partidarios se empeñan en abordar el tema asegurando que si bien es verdad que no tenemos pruebas de la existencia de Dios, la negación es igual de válida para la idea contraria, es decir, tampoco tenemos pruebas de su inexistencia. ¡Acabaramos! Pero es que los que tienen que demostrar su existencia son los que afirman que existe, ya que para los ateos no hay nada que demostrar. Todas las dudas que los ateos plantean no surgen espontáneamente, sino de las afirmaciones impuestas por los religiosos, nunca al revés, es importante subrayarlo. Unas y otras quedaron recogidas en el siglo XVIII en la llamada Biblia atea del Barón d'Holbach: "Si es infinitamente bueno, ¿qué razón tendríamos para temerlo? Si es infinitamente sabio, ¿por qué inquietarnos por nuestra suerte? Si lo sabe todo, ¿por qué advertirle de nuestras necesidades y fatigarlo con nuestras plegarias? Si está por todas partes, ¿por qué levantar templos? Si es el señor de todo, ¿por qué hacerle sacrificios y ofrendas? Si es justo, ¿cómo creer que castiga a las criaturas que ha colmado de debilidades? Si la gracia lo hace todo por ellas, ¿qué necesidad tendría él de recompensarlas? Si es todopoderoso, ¿cómo ofenderlo, cómo resistirse a él? Si es razonable, ¿cómo montaría en cólera contra los ciegos, a los que ha dejado la libertad de ser irrazonables? Si es inmutable, ¿con qué derecho pretenderíamos nosotros cambiar sus decretos? Si es inconcebible, ¿por qué ocuparnos de él? Si ha hablado, ¿por qué no está convencido el universo? Si el conocimiento de un Dios es el más necesario, ¿por qué no es también el más evidente y el más claro?". Toda prédica cristiana exige de una respuesta a cada una de las cuestiones arriba señaladas, es lo mínimo exigible cuando se intenta convencer a un interlocutor de la posibilidad de lo imposible...

JESUCRISTO
 
Por muy buen tipo que fuera Jesús, no me encuentro entre los que creen que es el mejor de cuantos hayan existido. Admito que el defecto es mío, no de Jesús. Generalmente, la inteligencia supone uno de los requisitos esenciales para que alguien se lleve mi admiración. El Nazareno no predica la inteligencia, sino la subversión al Estado. Son muchos los pensadores que han encontrado similitudes entre el Cristianismo y el marxismo, Leslie Stevenson es uno de ellos. Escribe Stevenson: "Tenemos aquí dos sistemas de creencia cuyo alcance es total. Ambos, cristianos y marxistas, afirman poseer la verdad esencial acerca de la totalidad de la vida humana; sostienen algo acerca de la naturaleza de todos los hombres, en todo tiempo y lugar. Y estas concepciones del mundo no sólo exigen consentimiento, sino también acción; si uno realmente cree en una de esas teorías, debe aceptar que tiene implicaciones para su propia forma de vida", y prosigue Stevenson "observemos que para cada uno de estos sistemas de creencia existe una organización humana que exige la obediencia de los creyentes y mantiene una cierta autoridad tanto en la doctrina como en la práctica".

Además, creo que el Cristianismo debe más a pensadores como Platón o Zenón de Citio que al propio Cristo. Habría que distinguir al Jesús histórico del Jesús legendario o mítico. El Jesús histórico, según los Evangelios sinópticos, tiene más de zelota mesiánico que de pacifista oriental -tal y como la obstinada cultura occidental sostiene-; el Jesús legendario, según el Evangelio de Marcos y el testimonio de San Pablo, choca directamente con la Razón y con lo poco que sabemos del Jesús histórico. Estos últimos hacen del secreto mesiánico el centro de todas sus justificaciones teológicas. Los secretos, per se, no justifican nada, lo hacen los argumentos.

LA INMORTALIDAD DEL ALMA
 
¿Somos realmente inmortales? Afirmar que el alma es inmortal equivale a matar a la muerte convirtiéndola en simple tránsito. Este asesinato se justifica desde el punto de vista humano, no del divino. Tememos a la muerte porque sabemos todo lo que implica vivir, se trata de algo demasiado valioso como para que pueda desaparecer del todo... Miguel de Unamuno es quizá el mejor representante de este temor humano a la desaparición absoluta del Yo, en su obra Del sentimiento trágico de la vida escribió: "Porque para mí, el hacerme otro, rompiendo la unidad y la continuidad de mi vida, es dejar de ser el que soy; es decir, es sencillamente dejar de ser. Y esto no; ¡todo antes que esto!". En efecto, este sentimiento agónico del escritor lo sufrimos todos en mayor o menor medida.

Por otra parte, hay quien ha querido ver ante semejante invención escatológica el miedo a no contar para los otros, para nuestros semejantes, que al fin y al cabo son los que nos hacen específicamente humanos, en palabras de Fernando Savater: "La sociedad humana no sólo es cooperativa como cualquier otra de las agrupaciones zoológicas (remotamente) similares sino también coloquial: cada uno de nosotros crece alimentado por las aportaciones simbólicas que recibimos de los demás y por el reconocimiento que ellos tributan a nuestra integración en la común humanidad".

¿Qué se gana matando a la muerte? La tranquilidad que produce el descreimiento de una muerte injustificadamente propia. El tema está por estudiar, como dijo el gran Elias Canetti: "Tampoco se ha meditado a fondo sobre las consecuencias racionales de un mundo sin muerte".